Entre la razón y la locura: Un emprendimiento colosal

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Entre la razón y la locura (título con el que ha llegado a España) es la historia de dos hombres excepcionales, dos mentes singulares, dos locos o dos genios, con una determinación inquebrantable. Viven sojuzgados bajo el peso de un orden de prioridades radicalmente establecido por ellos mismos, plasmado en su particular visión de la realidad; una, racional y voluntaria; la otra, perturbada y sobrevenida. Ambas realidades, como naturalezas preponderantes, confluirán para dar equilibrio a sus respectivas existencias y superar los obstáculos -el entorno social y la enfermedad mental- que amenazan con socavar su particular visión de la vida.

Dos personajes históricos que vivieron y llevaron a cabo una emocionante aventura colaborativa entre finales del siglo XIX y principios del XX.

James A. H. Murray (1837-1915), protagonizado por Mel Gibson, fue un lexicógrafo escocés autodidacta, de orígenes humildes, que abandonó la escuela a los 14 años para ganarse la vida. Se le otorgó la distinción de caballero por su majestad en 1908, siendo conocido desde entonces como Sir James A. H. Murray.

William Chester Minor (1834-1920), que interpreta magistralmente Sean Penn, era cirujano militar estadounidense durante la Guerra Civil Americana, cuyo estado mental desembocó en una grave esquizofrenia tras la contienda, trasladándose a Londres en 1871, siendo ingresado en un establecimiento psiquiátrico un año después, tras un crimen cometido debido a su paranoia.

Murray, estudioso precoz de las lenguas del mundo, no solo de la inglesa, trabajó desde muy joven como profesor de gramática y en un banco, dedicando el tiempo libre a su verdadera vocación, la investigación en el ámbito de la etimología. Publicó varios trabajos sobre esta disciplina.
Obsesionado con el origen de las palabras, en 1878 acudió a una “entrevista de trabajo” en la elitista Oxford University Press de Londres, un reconocido departamento editorial de la legendaria y prestigiosa universidad inglesa. La propuesta de encargarle la elaboración de un diccionario que recogiera todas las palabras de habla inglesa se topó, en un principio, con las dudas y reticencias de sus delegados, que no vieron en él al candidato idóneo por los prejuicios de la época. Carecía de titulaciones o licenciaturas y, además, era de origen escocés. Probablemente hoy, bajo la dictadura de la “titulitis”, no habría llegado ni a sobrepasar la puerta de la histórica institución. No obstante, uno de los principales académicos de esta influyente editorial se erigió en su mentor y defendió su postulación ante el resto de delegados: «…llevamos veinte años intentando crear este diccionario y, pese al esfuerzo de un ejército de académicos, incluido yo, no hemos llegado a ninguna parte; miento, en realidad hemos retrocedido. La lengua evoluciona mucho más rápido que nosotros, esta gran lengua nuestra extendida por todo el mundo ha desenfundado todas sus armas y ha declarado que no será domesticada, y nosotros, con nuestras eternas discusiones sobre el ámbito, el modo y el propósito de estas palabras, no hemos logrado más que sucumbir ante ella, sufriendo una humillante derrota. Ahora la empresa está muerta.».

Murray apostilló, ante un escéptico auditorio, con humilde entusiasmo, que dominaba el latín y el griego, y que tenía un profundo conocimiento de las lenguas románicas, italiano, francés, español, catalán y, en un menor grado, portugués, franco-provenzal y otros dialectos, de las lenguas germánicas conocía el alemán, el neerlandés, el danés y el flamenco; especializado en anglosajón y en meso-gótico, conocimientos de ruso, hebreo y sirio y, en menor medida, de arameo, árabe, copto y fenicio. Su falta de titulaciones quedó en segundo plano.

Definitivamente fue encargado de tan colosal tarea, advirtiéndole de que «deberá concretar la ortografía, la pronunciación correcta y una estricta corrección del habla».

Murray se propuso finalizar la obra en cinco años, siete a lo sumo, aunque reconociendo que se trataba de «una tarea para un hombre con cien vidas, hecha por cien hombres en una sola». Construyó un scriptorium en su jardín, al estilo de los monjes amanuenses medievales, para realizar su labor investigadora con la colaboración de varios ayudantes. Su idea fue democratizar el diccionario, solicitando ayuda, mediante un anuncio, a todas las personas del imperio británico, estudiando la lengua usada en librerías, escuelas, trabajos, casas… Una suerte de Diccionario 2.0, pero sin internet. Colocaron un buzón junto a su casa para recibir las numerosas sugerencias postales desde todas partes (una palabra con una cita en la que se hallara escrita). Una gran obra inclusiva, con un método innovador que recogiera todas las palabras usadas en el habla de cualquier círculo o clase social, en contra de la opinión de los académicos, que solo deseaban la presencia en el Diccionario de las “palabras más sanas”. La moral victoriana de la época impidió la presencia de exabruptos y términos malsonantes que formaban parte del vocabulario popular.

Si pensamos en las dificultades que entraña la investigación etimológica hasta llegar, en un camino regresivo, a la primera referencia escrita de una palabra, caeremos en la cuenta de que se trata de una tarea tan ardua como paciente.